Por Victor Beltri.

La difusión de los Guacamaya Leaks es una carga de profundidad que cimbrará —haya sido, o no, de manera intencional— no sólo al gobierno en funciones, sino al sistema político mexicano entero y al equilibrio real de los poderes fácticos, cuyos intereses y estructuras trascienden —por naturaleza— las luchas partidistas.

El país cambió en unos cuantos días, y es preciso entender que, si no estuvimos preparados para la debacle planeada por López Obrador, mucho menos lo estamos para la que vendrá cuando se revuelva, acorralado, y el estómago se imponga sobre el cerebro. El descenso del Presidente ha comenzado, y las repercusiones del hackeo serán mucho mayores de lo que hasta ahora podemos advertir: el Ejército, la institución privilegiada por esta administración, ha dejado de ser confiable no sólo para la ciudadanía –cuya indignación crece día con día, con las revelaciones diarias–, sino para el mundo entero.

El riesgo es descomunal. El problema de las filtraciones no sólo es que desconozcamos el alcance, contenido y dimensión real de las filtraciones, sino en que tampoco sabemos, a ciencia cierta, quiénes tienen acceso a la información y cuáles serán sus intenciones para utilizarla. La información difundida hasta el momento proviene de periodistas con una capacidad limitada de procesamiento de los datos, pero no es arriesgado suponer que, en paralelo, está siendo analizada también —y con detenimiento— por organizaciones privadas y agencias gubernamentales extranjeras que cuidan sus propios intereses, con capacidades superiores y, sobre todo, acceso a herramientas de inteligencia artificial que muy pronto podrían dar respuestas demasiado incómodas a preguntas muy precisas. El que busca encuentra, y más cuando cuenta con recursos: el usufructo de la información se ha convertido en una carrera de velocidad para quien sabe cómo aprovecharla. ¿En qué momento se dará cuenta el Presidente?

El Rey –del Cash– está desnudo, y en este momento no es tan importante el daño infligido a un gobierno en decadencia como la repercusión que las filtraciones tendrán para la credibilidad y confianza institucional de las Fuerzas Armadas, a nivel global. La Presidencia no sólo ha perdido el control de la agenda pública, sino que la viabilidad de su gobierno ha quedado en entredicho, y es previsible que perderá el tiempo que le queda respondiendo en las mañaneras a las filtraciones y al libro que lo despoja de una túnica inexistente y lo exhibe a plenitud. La guacamaya, en realidad, es un cisne negro que descarrila los planes del mandatario: la narrativa presidencial, efectivamente, está agotada.

El riesgo mayor, sin embargo, no será para esta administración, sino para las que le sucedan. El próximo –o la próxima– titular del Ejecutivo tendrá frente a sí una labor titánica, con un país polarizado en el que –muy probablemente– sólo contará con el apoyo de menos de la mitad del electorado, y un ejército en el que no podrá depositar su confianza: el poder político cambia cada seis años, pero las estructuras de poder militar están diseñadas para prevalecer en el tiempo.

Las Fuerzas Armadas están más empoderadas que nunca, pero al mismo tiempo jamás habían sido expuestas a una situación tan vulnerable, tanto en lo operativo como en lo institucional: ante un marasmo así, y la incertidumbre sobre la lealtad del Ejército, ¿qué margen de maniobra podrá tener el próximo mandatario para tratar de arreglar las cosas? O, en otras palabras, ¿de qué tamaño será la espada de Damocles que penderá sobre su cabeza?

La transformación está en marcha, aunque el rumbo que tomará no sea –previsiblemente– el planeado por el Presidente al inicio de su mandato. La política no es un juego de suma cero, sin embargo, y las desgracias que enfrenta el gobierno actual no pueden ser consideradas como actos de fortuna para quienes se consideran sus opositores: en el barco que se le hunde al Rey del Cash, por desgracia, nos encontramos todos.

Publicado en el Excélsior