Por Wilbert Torre.
Vine a pasar la Semana Santa a Guerrero, en la Costa Grande y la Costa Chica, en mercados colmados de cerdos rellenos y peces frescos, y playas de arena como la seda y olas de campeonato que rompen en remolinos de espuma burbujeante en los que pocos valientes se zambullen a nadar; y a unos pasos, pasando la cabaña enramada y el carbón encendido, los esteros de aguas mansas donde los niños chapotean como en la tina de su casa.
Peces al carbón –huachinango y pargo– asados en salsa de mayonesa y chile guajillo, el popular pescado a la talla horneado por mujeres de risas agudas y palabras pícaras que intimidan a los hombres; y unas fiestas que en los pueblos macondianos de San Jerónimo y Tenexpan, ahítos de platanares y palmeras, se extienden a las banquetas y las calles, donde los que viven y los que pasan por ahí comen y toman y bailan y cantan, de día y de noche.
Dicen las señoras, que en las enramadas mandan sobre los hombres y las mujeres jóvenes, que esta Semana Santa es diferente a los años anteriores, cuando la violencia alejó de las playas y los esteros silenciosos y colmados de lirios en flor a los habitantes de San Jerónimo, Coyuca de Benítez, Petatlán, Zihuatanejo y Tecpan de Galeana, conocidos por su alegría y su carácter siempre apto para la fiesta.
Viajar por los caminos serranos y las playas de Guerrero es semejante a emprender un viaje por el país, por su violencia y los planes en marcha aquí y allá para contenerla. Viajar por Guerrero es viajar por el tiempo: es aquí, ahora que en todos lados se debate la militarización de las fuerzas del orden, donde hace tiempo que todo lo militar comenzó a asentarse y a tener influencia y extensión sobre cuerpos y estrategias, recursos y planes.
Aquí no ha pasado de largo, pero sí a la distancia, el debate presente en el resto del país acerca de si el nuevo cuerpo y la nueva estrategia del gobierno federal debe ser militar o civil, y si debe considerar más policías.
En Guerrero ya ha ocurrido todo esto, sin ninguna intermediación ni debate de por medio.
Los caminos de Guerrero y sus playas sembradas de hamacas y de fiesta pueden servir al país como ejemplo de cómo desde los primeros años del gobierno de Felipe Calderón, el uso de la fuerza, junto con el carácter y el espíritu militar, invadieron a las instituciones y los cuerpos de seguridad.
Desde hace 10 años, cuando comenzaron, los operativos del Ejército, la Marina y la Policía Federal se han convertido en una constante en Guerrero, ante el paso devastador de la violencia por las carreteras y las comunidades de la Tierra Caliente, de la Costa Grande, del centro del estado, Chilpancingo y Acapulco.
La única región que se salvó relativamente en los años de la violencia es la Costa Chica, en donde ha sentado sus reales la policía comunitaria.
A una década del inicio de los operativos y la militarización de Guerrero, este debate local está claramente superado. Vas a las playas y encuentras el asunto transformado en ironía: los vecinos de los pueblos de la Costa Grande exclaman felices que es la mejor temporada vacacional desde hace años, aunque para llegar a las playas el visitante y el residente deban pasar por los retenes de policías municipales, federales, del Ejército y la Marina.
En Guerrero, la normalidad militarizada no es una postal de Semana Santa.
@WILBERTTORRE
Publicado en El Heraldo de México